domingo, 2 de noviembre de 2014

Los días de mis muertos

No soy muy partidaria del día de muertos. Mirando un poco en retrospectiva, lo que más disfrutaba de las ofrendas que cuidadosamente montábamos en la primaria, era el momento de quitarlas y comernos cuanta cosa hubiéramos puesto ahí, para nuestros muertos.

Y no, mis muertos nunca estuvieron ahí, en una flor de cempazuchil, en un pan de muerto, en papel picado o veladoras. Tampoco me causa mayor ilusión el pensar que por una noche aparezcan en la penumbra de casa, y en absoluto sigilo se den un banquete a solas, con cosas que quizá disfrutaron en vida. Aunque quizá lo que disfrutaban fuera la compañía que, al menos en mi familia, es ingrediente imprescindible de una buena comida.

Me encantaría que volvieran mis muertos, sin duda. 

Pero me encantaría que mi abuelo volviera a tomar un campari a escondidas y a encerrarnos al menos una tarde más en su biblioteca. Ser cómplices en mi edad adulta, preguntarle tantas cosas que se quedaron pendientes. 

Me encantaría volver a ver a mi tía Estela y jugar una mano más de panguingui, juego que estoy segura inventó mi abuelo con reglas que sólo para él tenían alguna lógica. Reírnos entonces de sus infructuosos intentos por hacer trampa, para evitar ser potoroqueada (no pregunten, habría que tener un componente de ADN Rejón para entenderlo).

La vida no me dio tiempo de sentarme con mi tío Renán para acabar con botellas y botellas de tinto, acompañando una cochinita pibil. El mejor vendedor del mundo nos convenció de que era el maridaje perfecto. 

Me encantaría que un día la vista no me engañara y sí fuera mi tía Mayo a quién veo al fondo de un salón, para saludarme con una palmada en el hombro capaz de descoyuntar a cualquiera y quejarse de que últimamente no he invadido su casa o su comedor. Bailar, o hacer el papelón de intentarlo, un paso doble con mi tío Manolo. El único hombre con el que nunca encontré cómo negarme a bailar.

Tener una o varias tardes con mi la Baby a que me enseñara algo de catalán, lo suficiente para entenderla cuando su cerebro decidiera olvidar el español.

Escuchar el violín de mi abuelo Pancho, correr a casa antes de su toque de queda y tomar un chocolate hecho por María Epifania mientras la Chichí sacaba una lata llena de biscotelas.

Llegar al patio de la escuela y que Ramón nos contara su vida, su refugio, la guerra civil.

Y si, sentarme a hablar con Ikram, ahora en calidad de mi suegra y que su presencia estuviera en algo más que cientos de libros y cientos de conchas.

Mis muertos son muchos, pero cada uno está en la vida cotidiana.


Y si acaso es cierto que están en algún sitio y se pueden enterar, espero que al menos rían. Eso, para mí, sería la mejor ofrenda.

martes, 25 de marzo de 2014

Lo confieso, no recuerdo si de niña tuve una bicicleta. 

Tengo el recuerdo de mi padre haciendo intentos infructuosos por enseñarme, también de montones de caídas y mi temprana decisión de que las dos ruedas no eran para mí. Mientras mi hermano iba y venía, hacía piruetas, desgastaba millones de frutsis y conquistaba más allá de las fronteras (de la privada, por supuesto), yo me colgaba de él en patines o me dedicaba a cualquier otra cosa menos arriesgada para mis rodillas y mi salud.

El no saber andar en bici se convirtió en uno de mis vergonzosos sellos característicos, hasta el punto de que casi me sentía orgullosa de esa extrañeza en mi persona.

Pero otra de mis características es cierta necedad, así que en la edad adulta llegué a pensar un par de veces que no podía ser tan complicado.

Una de ellas fue un viaje a Mérida, donde encontré una bici abandonada en casa de mis abuelos y aproveché la coyuntura de la estancia de mi madre allá para buscar un bonito momento de bonding. Creo que ambas pensamos que podríamos recuperar ratos de infancia mientras ella me enseñaba a usar el vehículo. Cabe reconocer aquí, que mi madre si es bastante ágil en dos ruedas, siempre y cuando no estén motorizadas.

Fracaso rotundo en todos los sentidos. Ni yo tenía la agilidad, ligereza y humildad de los 7 años, ni ella la paciencia, velocidad y fuerza de los treintaymejornodigocuantos de aquel entonces. Sumado a eso un calor infernal y el pavimento que amenazaba cual lija al rojo vivo. Terminó en gritos, sombrerazos, frustraciones y una cerveza para refrescar el ambiente, climático y emocional.

Un tiempo después, con el boom de la ecobici y la salida de hordas en bicicleta, el señor de la casa y yo pensamos que podía ser lindo hacer ciertos recorridos en ese medio de transporte, para lo cual sólo era cosa de que en una breve sesión me enseñara a domarla. Así que ahí vamos, a hacer todo el trámite, sacar mi tarjeta y lanzarnos al Parque México a aprender. Ahora no era el pavimento lo que me aterraba, sino un millón de perros (inserte aquí una crítica a los dueños de muchos de ellos sin correa) que visualizaba yo meterse debajo de las ruedas con daños considerables para ambos, y una cantidad similar de infantes, muchos humillándome mientras pedaleaban a toda velocidad. 

Fracaso rotundo #2. Impensable que fuera yo haciendo el ridículo por el parque y que el señor contuviera la risa que mi incapacidad le causaba. La tarjeta la usó él meses, se terminó el saldo y creo que se convirtió en un separador de libros.


Pero si yo soy necia, él lo es infinitamente más. Y como es un convencido de que todo mundo debe recibir una bicicleta de regalo de cumpleaños en la vida, justo a la media noche del 3 de agosto lo vi emerger de una habitación de la casa rodando flamante bici plegable.


No estoy muy segura si me ganó la emoción, la felicidad o el terror… creo que todas al mismo tiempo, pero pasé mi cumpleaños en el estacionamiento del estadio de CU, tratando de entender la lógica del funcionamiento del bicho (si, necesito entender cómo funcionan las cosas antes de usarlas) y viendo pasar otra vez infantes y perros que me rebasaban, sin poder dar dos pedalazos antes de bajar los pies al piso, muerta de miedo ante la idea de una fractura que, justo sumando años a mi edad, sonaba a catástrofe.

Pasé un momento de humillación máxima cuando una niña, de no más de 10 años, pasó a mi lado en una muy respetable bici y en voz muy bajita, como de complicidad, me dijo “no mires al piso”. Dejé el sentimiento de inferioridad de lado y me di cuenta de que el ridículo está en uno, porque hasta una pequeña desconocida reconoció mi esfuerzo dispuesta a contribuir. Ojalá me la volviera a topar y diéramos un par de vueltas juntas.

Sería una gran mentira decir que ese día el regalo surtió efecto. Otra vez mi señor instructor me decía que hacer, con toda la lógica obvia para un experto y otra vez, yo no lograba que mi cerebro y mis piernas se pusieran de acuerdo. No sé cuantas horas pasamos así, sé que al final del día los dos veíamos la bici con cara de invento del demonio.


Pero como ahí estaba ella, mirándonos retadoramente desde su graciosa plegadez, recordándonos a cada momento que no se iría a ningún lado si no la llevaba yo pedaleando, decidimos recurrir a otro invento genial: google.


Buscando “como demonios haces que un adulto supere sus traumas de infancia, el aprendido temor al ridículo, y logre andar en bici” encontramos montones de recomendaciones. La más recurrente (y aterradora) era buscar una pendiente y, sin pedales, dejarse ir… así nada más con la inercia de la bajada tomar suficiente velocidad y controlar, por un asunto de supervivencia, el balance de la bici.

No les diré cuantas veces avancé un metro en bajada e inmediatamente coloqué los pies en el suelo. Sobre todo porque perdí la cuenta. Pero a punta de necedad lo logré y recorrí varios metros sólo dejándome ir, sintiendo el viento en la cara y de pronto, la fantástica sensación de avanzar en balance, sin azotar hacia ninguno de los dos lados.

El siguiente paso era el uso de los pedales, claro que sin ellos el asunto pierde cierto sentido. Entonces era dejarme ir y cuando sintiera que se perdía la inercia entonces empezar a pedalear. Mi único problema era atinarle con lo pies a tales instrumentos, sin perder de vista el camino, por aquello de terminar contra un poste o auto estacionado. Uno, dos, tres o más intentos después, ahí estaba yo, pedaleando, dando vueltas y vueltas en redondo a un estacionamiento, mirando gente que no sé si sonreía compartiendo mi emoción o se reía de mi cara de adulta mutada en niña.

Al fin de semana siguiente repetimos la hazaña, y otro más. Fui entonces capaz, literalmente, de andar en bici.


Y no, no soy la reencarnación de Induráin ni cosa por el estilo. No sé si podría superar un camino lleno de ciclistas domingueros o iría chocando contra todos generando un bonito efecto dominó. Pero a mis treintaytampocovoyadecircuántos años tengo el absoluto orgullo de decir que sé andar en bici, que lo aprendí a esa edad en la que nos convencen de que ya no estamos para aprender trucos nuevos y que lo hice de la mano de quien nunca me dejará dudar de lo que puedo hacer, aunque nos raspemos (metafóricamente, porque ni una caída sucedió) en el camino.