miércoles, 20 de noviembre de 2013

Vivir, más que habitar

En los últimos dos años, me han preguntado infinidad de veces por qué vivir donde vivo, tan en un pueblo, tan lejos, tan fuera de la ciudad.

Esa última condición da pie a la primera respuesta: porque es increíble estar cerca, pero al final estar fuera.

Las demás, tal vez haya que vivirlas para entenderlas.

Porque estoy rodeada de árboles, porque miro un cielo estrellado, de esas estrellas que la iluminación urbana se ha ido comiendo. 
Porque tengo un espacio que en la ciudad sería impensable. Porque mi perros tienen su jardín y mis gatos sus ventanas al infinito.

Porque en los días despejados, miro la ciudad entera y los volcanes que la rodean. Porque en las noches, tengo una alfombra de luces. Incluido el Estadio Azteca, iluminado cuando hay partido. Porque entonces escucho el silencio. O, a lo lejos, el canto de una lechuza.

Porque tengo un árbol de ciruelas que hay que cosechar cada año antes de que hagan estragos en los coches. Y un árbol de peras, que ahora reclamó su espacio vital y dio frutos dignos de hacer postres con ellos.

Porque puedo saber que ya no lloverá, guiada por el canto de los pájaros.

Porque bajo al pueblo a comprar tortillas echas a mano y desde que me ven llegar preparan mi docena de azules. Todos los sábados.

Porque abro el portón y me topo con un rebaño de ovejas. Porque subo hacia mi casa custodiada por vacas paseando.

Porque aquí se sienten las estaciones. El invierno obliga a usar botas y guantes, y permite prender una chimenea. La primavera nos llena el espacio de jacarandas. El verano ilumina la casa y lo calienta todo.

Porque se respira un aire distinto. Porque huele a bosque, a naturaleza, a vida.

Porque puedo dormir en la oscuridad, sin que una luminaria me haga sentir en interrogatorio. Porque no me despierta una sirena, un rechinar de llantas, un motor de trailer.

Porque dos veces al año, duermo una semana entera con música de banda y tronar de cuetes. Porque el pueblo vive y festeja, por la razón que sea que tienen para festejar.


Porque una casa es propia, cuando el corazón se siente a gusto. Cuando te quitas los zapatos y caminas sin importar el temor de pisar un alacrán. Cuando cierras los ojos y estás en tu lugar. Cuando el mejor momento del día, es en el que llegas al sitio donde encuentras detalles propios, te reconoces en ellos y no tienes que hacer más que estar. 

jueves, 18 de abril de 2013

si va a tener un perro, tenga madre


Mi reflexión empieza un día a las 5:50 am, a algo así como 4°C, cuando abro la puerta de la privada y veo bajo el portón del terreno vacío enfrente, la trufa de Molly (perra propiedad olvidada de mis vecinos).

Molly tiende a salirse de la privada, no tengo idea de qué haga mientras, pero termina refugiada en ese terreno donde supongo que perros más grandes que ella no pueden entrar. Fue la primera vez que la encontré afuera a esa hora, al menos la primera que me di cuenta de que pasó la noche en la calle.

Me bajé del coche, la ayudé a salir de su refugio, entre el susto, el frío y la ansiedad por entrar a su casa estaba un poco torpe. Entró corriendo a la privada y ya con la tranquilidad de que al menos no estaba en la calle, me fui.

Pero me fui con un entripado respetable, porque no encuentro razón lógica para que un perro, de familia, que ha vivido siempre en una casa, pase la noche a la intemperie.

Luego, seguí pensando en la gente que tiende a criticarme porque mis perros comen todos los días la misma cantidad, a la misma hora. Porque, a fechas recientes, todos los días les dedicamos entre 20 y 30 minutos a sacarlos a pasear y entrenarlos, porque duermen dentro de la casa y son tratados como hijos.

Tal vez, y solo tal vez, nosotros estemos un poco más allá de la línea de lo apenas necesario, pero creo que no es mucho menos lo que hay que hacer teniendo un perro.

Primero, hay que ser consciente de que son perros. Es decir, no se les puede tratar como un humano (al grado de sentarlos a comer en la mesa) pero tampoco se les debe dejar olvidados como salvajes.

Segundo, entender que un perro es una compañía, un miembro de la familia, un amigo. No un juguete que después de un  cierto tiempo se pueda dejar guardado por ahí. No, ni en un gran jardín donde “pueda correr a gusto”, porque también se trata de que aprendan a convivir.

Tercero, el perro siempre va a depender de ti. Siempre va a necesitar comida, agua, paseo, atención, cariño, abrigo, veterinario, vacunas, medicinas… y conforme empiece a envejecer, lo va a necesitar mucho más. Y cuando tienen todo eso, pueden llegar a vivir por ahí de los 15 años (obvio, depende de la raza). Lo cual significa que vas a tener muchos años de felicidad canina, pero también muchos años de responsabilidad.

Cuarto, un perro se guía por instinto. Si bien pueden aprender y entender muchas palabras (en casa durante un tiempo no se ha podido decir “pelota”, “hambre”, “comer” o “salir” porque se sienten de inmediato aludidos), eso no significa que sus reacciones se vuelvan racionales. Así que hay que aprender a entender su instinto, su comportamiento, su personalidad y darles condiciones acordes a todo eso.

Quinto, no todo perro es para toda persona o familia. No porque salgan en una película se van a portar así.  Un dálmata no es un buen perro para niños… ni porque haya 101 de ellos.


Y después de todo, llego a casa y desde que abro el portón se asoman a la ventana de la cocina dos orejas gigantes propiedad de Mica, una perra callejera, que apareció un día buscando hogar. Flaca, lastimada, asustada. La realidad es que no fuimos muy conscientes de lo que iba a significar adoptarla. Como muchos, tal vez, pensamos que era cosa de enseñarla a no hacerse dentro de la casa, comer a sus horas y obedecer algunas órdenes.


Hoy, Mica es una guapa de la que todo mundo pregunta qué raza es. Yo sigo diciendo que en sus antepasados hubo un doberman. Es una perra feliz, agradecida, cariñosa, a la que le fascina la gente, que me espera todos los días. Pero también, una a la que de pronto traiciona el instinto de no saber convivir con otros perros (cosa que paga Diego, su hermano dálmata mucho mayor), de tener que pelear por alimento o territorio, de luchar por dominar.



Por eso, pasearlos diario, entrenarlos diario, recordarles diario que son perros de familia y como tales se tienen que comportar.

No me arrepiento un segundo de haber adoptado a Mica, pero tampoco le recomiendo a cualquiera hacerlo. Si no tienes el tiempo, la dedicación, la paciencia, las condiciones, un perro rescatado puede terminar en pesadilla… o en un perro abandonado otra vez.

En resumen, no, no se vale tener un perro en un jardín, patio o azotea abandonado. No, tampoco se vale tenerlo un año, dos y cuando empieza a ser adulto regalarlo. Mucho menos se vale, dejarlo en un parque, con un plato de comida y la esperanza de que un alma caritativa lo recoja después.

Si van a tener un perro, tengan madre.


miércoles, 2 de enero de 2013

2012, el año en que se acabaría el mundo


En teoría, 2012 sería el año del fin del mundo. Y no, aquí seguimos. Los mayas insistirán en que cambiaron cosas y ciclos, ni quien seamos para contradecirlos, pero al parecer, la vida sigue tal cual queramos que vaya siguiendo.

Al final, si algo aprendí en los últimos 12 meses (o quizá en más tiempo, pero apenas entiendo y recapitulo) es que todo se trata de lo que hagas para que las cosas sucedan. De tomar decisiones, quedarte con lo que quieres, desechar lo que no ayuda e ir viendo más o menos claro.

2012 fue el año en que recibí mi cumpleaños en el hospital, saliendo de una cirugía menor. En que depuré mis listas de “amigos” y no sólo en lo virtual. Que tuve que arrancar algunos de tajo, aunque sabía que en el proceso iba a sangrar un poco.

Un año en que me convencí de que justo “amigo” es una palabra que hay que aprender a revalorar, que mientras más se usa a la ligera más pierde su sentido y que hay que conquistarla. Entendí también que hay amigos con los que dejas de coincidir, pero no dejas de querer. Que sin una pizca de admiración (o al menos respeto por la inteligencia de enfrente) no hay amor, cariño, ni amistad posible.

Fue también un año en que tuve muy claro qué quiero y que no tengo que quererlo de inmediato. Que hay que cocinarlo con el tiempo y sazón necesarios. Que la paciencia da frutos, siempre y cuando no se confunda con desidia, sino se entienda como una ruta constante.

Fue un año de alcanzar metas escurridizas. Y de confirmar, una vez más, que cada que logras algo tienes el tiempo contado para fijar la siguiente mira, antes de acalambrarte en esa escalada. Que un brindis con burbujas siempre lo amerita, pero sólo para encontrar inspiración y no para dar la jornada por concluida.

Durante 2012 me consolidé como la mejor pinche del mundo mundial… y no, no la más sino la mejor. Me reconcilié con la cocina aunque sea todavía siguiendo instrucciones más o menos precisas. Quién sabe, tal vez en 2013 la domine sola… tal vez, siga siendo mejor hacerlo acompañada.

Me reconcilié también con los viajes. Con los programados, planeados y ansiados por un par de años. Con los imprevistos, de un momento a otro, de un lado del mundo al otro. Llegué, geográficamente, más lejos que nunca. Descubrí que “nuestro mundo” es terriblemente reducido y que hay que estar dispuestos a probar de todo, conocer todo y perderte en una ciudad en la que no entiendes ni los letreros en el metro. Lo peor que puede pasar, es que te rías de ti misma y pagues una cantidad insultante de taxi para dar una vuelta a la manzana.

Recordé que uno aprende idiomas por varias razones. Una, mantener el cerebro activo. Otra, entender y conocer otras partes del mundo, otras culturas, otras ideas, abrir otras puertas… hasta entender la carta de otros restaurantes. Je veux parler français à nouveau…

Y así, el 2012 se acabó. Se fue pronto, tal vez para dar paso a algo mejor. Tal vez porque fue un año de transición. Tal vez, porque después de todo, los mayas podrían tener algo de razón.