Soy de ese tipo de personas que conoce un amigo y se
encariña a lo bestia, que no duda en confiar con el corazón en la mano y hacer
cuánto sea por él. Incluso, llego al grado de que me duela lo que les duele y
me cause una terrible impotencia cuando necesitan algo que no está en mis
manos.
Más de una vez, me he dado cuenta de que doy más de lo que
recibo… supongo que pasa. Otras me he dado frentazos. Esta vez, uno más fuerte
y doloroso que nunca, tal vez por lo inesperado, lo inmaduro, lo poco digno e
incluso, poco honesto. Uno que terminó en la más ridícula ley del hielo,
incluida su versión 2.0, triste porque fue un asunto de pesos y centavos.
Me quedo con lo que hice por mí, por mi propia personalidad
y mi afición por ayudar. Por el cariño que sentí y por la amistad que atesoré.
Le dejó al karma que cobre sus propias deudas… nuestras
deudas. Porque no tengo tiempo para rencores, ni espacio para cargar con lo que
un día me lastimó. Las cicatrices también se eligen.
Si un día me buscas, si estás en un problema o me pides un
favor, casi estoy segura de que lo volvería a hacer. Porque ya aprendí cómo
soy y que la ingratitud o la discapacidad emocional ajenas no tienen por qué
quitarme esa oportunidad.
Y seguramente habrá otros, otros hacia quienes crezca una
amistad desigualmente correspondida, otros que también me hagan sentir que
debería aprender a decir NO.
Pero si por todos ellos, aparece quien hace valer el
concepto de amistad, que se ocupa y preocupa, que no pregunta antes de hacer
algo por ti, que corresponde y entiende ese cariño indescriptible y lo dice en
solo un abrazo… entonces ésta y todas las vueltas de página habrán valido la
pena.