miércoles, 1 de diciembre de 2010

apología de los gatos

De niña tuve varios gatos. Primero fue Calcetas, que era de mi hermano, pero siempre lo quise como mío, luego Belcore que se dedicó a tener gatitos de los cuales adoptamos a Blaki, contra los principios de mi madre por ser prácticamente negro, y Calcetín, el último de la dinastía.

Quizá, fue justo Calcetín con el que me sentí siempre más cercana. Recuerdo perfectamente un día que en casa se decidió que ya estaba bueno de gatos y se regaló. Lloré y lloré durante todo el día, hasta que por la noche lo vi aparecer en la cocina, tan quitado de la pena. Mi madre llamó a quienes se lo habían llevado, para descubrir que el peludo no estuvo de acuerdo con la mudanza y decidió volver a casa, a su casa.

Años después, un vecino decidió que era buena idea darle de comer todos los días y tratar de adoptarlo. Aquel, nada wey, iba y venía comiendo en ambas casas. Una mañana, salí al patio y lo vi ahí, acostadito debajo del calentador donde siempre, él y todos los que pasaron, buscaban calor. Lo vi extraño, me acerqué para descubrir esa rigidez inequívoca de la muerte. Corrí a buscar a mi padre, no era una niña pero no estaba lista para procesarlo. Cuando se dio cuenta de lo que pasaba me abrazó y sólo me dijo “regresó a morir a su casa, con su familia, contigo”.

Y desde entonces entendí que todo lo que se dice de lo traidor, desleal y frío de un gato, lo dice quién nunca ha vivido con uno.

¿Qué me ha gustado siempre de los gatos? Su agilidad, elegancia, sus movimientos tan característicos y tan seguros de sí mismos. Su mirada firme, impenetrable, inquebrantable, generalmente indescifrable. Y si, esa independencia que quizá en efecto sea soberbia.

Dicen que los gatos son ariscos, fríos, que no son una buena compañía. La realidad es que un gato no mendiga cariño, pero lo da en el momento clave. Ellos deciden cuando, porque saben cuándo.

Un gato no te necesita, puede perfectamente sobrevivir sin un humano que lo alimente dos veces al día, que lo saque a pasear, que limpie cada rincón donde decide marcar su territorio (por así decirlo). Cuando dan a luz, apenas te das cuenta al encontrar varios cachorros a su alrededor (y si, hubo muchos partos felinos en mi casa).

No, un gato no te necesita. Te quiere, te adopta, decide ser parte de tu vida y de tu familia.

Después de muchos años conocí a Uma, la gata más guapa del mundo mundial. Uma es perfecta. Y me recordó eso que amo de los gatos. Primero me miraba con desconfianza, analizándome cada vez. Me rondaba, me olfateaba. Hasta el día que se acostó en mi regazo y empezó a ronronear. A partir de ahí, sé cuánto nos queremos. Tanto como el día que llegué a su casa tras un fugaz paso por el hospital y se acostó junto a mí a cuidarme, como los días largos que pasan sin vernos y que me recrimina no dejándose acariciar.

Uma no es mía, pero como si lo fuera.

Y entonces, descubrí que llevaba muchos años sin una de esas compañías.

Así llegó Laia, pequeña, asustada, frágil… En 24 horas era la dueña de la casa. Nunca ensució, nunca rompió nada, nunca destrozó nada.

Hasta que se sintió sola y exigió atención.

Teniendo en cuenta mi ritmo de vida, viajes, trabajo, etc. no es pensable que todos los días y fines de semana este con ella, así que llegó Camila (Mila, para los amigos). Son hermanas, estuvieron separadas tres o cuatro semanas. La reacción al reunirlas fue increíble. Laia la olfateó y la reconoció, se hizo pequeña de inmediato y se acurrucó a su lado. Unos minutos después corrían por la casa, brincaban una encima de la otra, se agandallaban mutuamente… jugaban como hermanas.

Hoy, tengo dos pequeñas peludas que cuando llego corren a saludarme (si, actitud poco común en un gato). Que me atacan las manos, los brazos, los pies. Que de pronto no me dejan dormir, pero cuando se cansan se acuestan cerca de mí. Que por las mañanas, mientras hago mi café, desayunan conmigo. Que me acompañan y ya me adoptaron.

Y yo, hace tiempo que no quiero alguien que me necesite, si no que me quiera.