viernes, 2 de julio de 2010

Julián

Fue el hombre que me presentó Madrid. De su mano lo conocí y caminé por primera vez. Fue él quien me acercó en auto al Santiago Bernabeu (porque sabía que de otra forma no lo haría), quien me contó la historia de la calle de la Escalinata, de la iglesia de Los Jerónimos, de Atocha antes y después del 11 de marzo.

Con él entré a una sidrería, austera y arrabalera. Comí por primera vez los mejores churros con chocolate del mundo. Tomé cantidades irreales de Ribera del Duero, caminé y caminé y caminé sin rumbo fijo, aprendiendo a enamorarme de una ciudad. Porque es el madrileño con el corazón mejor puesto que he conocido.

La historia con Julián es en Madrid, en México, es de cerca y de lejos.

La primera vez que estuvimos en su ciudad nos quedamos en su casa. Éramos mi madre y yo. Desde despertar el día estaba lleno de todo. Comidas increíbles confeccionadas por Ana, su esposa y compañera incondicional, mil y un cosas que improvisaba en minutos como el mejor gazpacho del mundo mundial, ensalada de guisantes que nadie ha podido volver a hacer o un flan que nunca logramos “flambear”. Era verano, entonces la terraza era el lugar perfecto para abrir una botella de vino y hablar sin parar. Bueno, hablaba él, nosotras le escuchábamos. Conocía perfectamente la historia de España, de Madrid y sus alrededores, y siempre tenía algo para apoyar sus historias: mapas, libros, fotos, recuerdos.

Pasábamos horas los 4 caminando por las calles. Julián y yo del brazo, mientras él me contaba un millón de cosas, una historia por cada piedra, cada balcón. No sé si eran ciertas o si las inventaba, pero lo hacía con tal pasión que no se podía más que creerlas. Mientras Ana y mi madre, que le habían escuchado tantas veces, repelaban de pasar por el mismo sitio y detenernos cada minuto a tomar una foto (si claro, esa era yo).

En aquella ocasión me recordó profundamente a mi padre. Tenían ese mismo estilo de sonreír porque si, de convertir cualquier pequeña ocasión en una fiesta, sólo por el gusto de vivir. Ambos son amantes de la lectura, cultos hasta decir basta, con un sentido del humor envidiable y excelentes conversadores. Creo que nunca he logrado estar con los dos al mismo tiempo.

La siguiente vez que lo vi, fue justo el día que se me ocurrió anunciar que me casaba. Mi madre casi muere de un infarto. Él sonrío, con esa mirada franca y transparente, y me abrazó… luego fue a ver que su amiga recobrara un poco el aliento. Porque entre mi madre y Julián desde el primer día se creó una de esas amistades difíciles de explicar.

Si alguien de España viajaba a México, si alguien visitaba Madrid nos enviábamos saludos y recuerdos. Cada vez que mi mamá lo veía hablaban de mí. Algún día dije que me iría a estudiar a Madrid y él ofreció su casa como mía. Al final, nunca sucedió, pero él no lo olvidó.

Volví a Madrid años después. Otra vez caminamos las calles, hicimos las mismas bromas, retomamos la complicidad. Volvió a brillar esa capacidad única de conversación, de hablar de cualquier tema. Nos contó lo que pasaba en la actualidad en Madrid, el gobierno en España, la integración de la comunidad europea y la llegada del euro. Todo mezclado con lecciones de historia. Iba entonces con alguien con una capacidad de retención única, también ávido lector e interesado por casi todos los temas. Escucharlos platicar fue, otra vez, un privilegio.

Ahí quedó la promesa de volver pronto, de esas que se quedan un poco en el aire y que no sabemos cuándo vamos a ser capaces de cumplir.

Fue entonces cuando ese corazón suyo, tan bien plantado, empezó a fallar. Fue primero un infarto, luego trasplante, luego la verdad es que ya no puedo llevar récord de los sustos que nos ha pegado. Ingresos al hospital por largas temporadas, épocas en las que a México no llegaban noticias y no sabíamos ni qué pensar.

Hace un año mi madre lo vio. Cuando me platicó la conversación que tuvieron no pudo contener las lágrimas, sólo me dijo que ya no era el de antes y que le había dicho que me seguía esperando.

En ese momento me di cuenta de que tenía que verlo, al menos una vez más antes de que de plano el corazón le dejara de latir. Sólo pensaba en ir a Madrid, el pretexto era él, no hacía falta más, la logística se veía más complicada y no encontraba por donde.

Ni siquiera me voy a poner a explicar cómo se acomodaron piezas que yo no esperaba para que se presentara la oportunidad. Lo pude creer cuando estuve en el avión. Ellos no tenían la menor idea de que iba pero ya estaba yo en el aire.

Cuando llegué, me di cuenta de todo lo que me enseñó y me inculcó con relación a esta ciudad. No sé si es por él, no sé si hay otra razón extraña, pero yo en Madrid me siento en casa. Camino, tomo el metro, entro a un sitio a comer, voy a comprar cosas, entro a museos… todo con absoluta naturalidad.

Ya instalada llamé a Ana, sabía que el estado de Julián podía no ser bueno, pero nunca me esperé que me dijera que apenas un día antes lo habían dado de alta del hospital y que estaba en observación con posibilidades de volverlo a ingresar. Si, se me hizo un hueco en el estómago, al final pensé que lo peor que podía suceder era visitarlo en el hospital, pero yo no me iba de Madrid sin verlo.

Todos los días hablábamos, Ana me contaba que de pronto mejoraba un poco, de pronto volvía la fiebre y seguían en espera. Prometió llamarme si se sentía un poco mejor como para recibir visitas. Entendí entonces que tal vez no quería que ser visto así.

Un día antes de volver, resignada a despedirme de Madrid y de él de lejos Ana me llamó, me dijo que me pasara a verlos por la tarde. Confieso que de camino hacia allá más de una vez quise dar la vuelta, quedarme con la imagen que tenía de él.

Ahí estaba, en la puerta de un piso que conocía como si hubiera vivido ahí. Me abrió Ana, me dio un abrazo y me llevó a verlo. Uff qué fuerte. Súper flaco, sentado (por no decir que mal puesto) en una silla, me miró y me partió el alma. Ese Julián que hacía aspavientos y fiestas ya no estaba. Tardó un poco en hablar y decirme “hola Adriana, qué tal todo por México”.

Lo dejamos descansar un poco mientras Ana, como siempre, sacó cuanta cosa había en la cocina “algo simple” me dijo, pero como acostumbra me alimentó el corazón a través del estómago. Hablamos un buen rato y un par de horas después me despedí. Entré a darle un beso a Julián y me regaló el momento que valió el viaje.

Me miró, con un pequeño brillo ahí en el fondo de los ojos, y me dijo “estás guapísima”. ¡Carajo! Algo de él queda ahí, latiendo y sin que se le dé la gana de irse. Después mandó saludos a mis padres, que les recuerda mucho y espera verles pronto… claro, así piensa traer a toda la familia a ires y venires de Madrid.

Salí con una sonrisa nostálgica, a recorrer por última noche Madrid. Por última noche esta vez, porque esta ciudad y yo apenas construimos la historia y, de alguna manera, sé que lo voy a volver a ver.


25 de agosto de 2010

Hoy, el corazón de Julián dejó de latir. Me queda el haberlo visto por última vez y me queda Madrid... ese Madrid que hoy tiene una cara y un corazón diferentes